Canarias en plural: los vinos que desafían la etiqueta

Las islas canarias albergan uno de los mayores tesoros enológicos del mundo, con más de 130 variedades de uva autóctonas y prefiloxéricas. José Luis Rodríguez Martínez informa desde una reciente cata en Madrid.

Es fácil y tentador asociar a cada región vitivinícola un perfil de vino reconocible. Por ejemplo, mirar la etiqueta de un Albariño y, automáticamente, anticipar su acidez y sus notas cítricas. Abrir un Jerez y, antes siquiera de meter la nariz, evocar las almendras crudas y la sal en los labios. O servirse un Rioja e imaginar la vainilla, el cuero y la fruta roja pasar al fondo de la boca.

Pero cuando hablamos de vinos de Canarias, la historia cambia radicalmente. El paraíso que forman estas islas puede convertirse en un maravilloso infierno de matices si lo que buscamos, enológicamente, es una etiqueta. Y aquí llega la primera lección: no hay una mineralidad común, ni toques volcánicos obligatorios, ni una línea reconocible al primer trago. Los tópicos canarios ya no resisten una cata medianamente honesta.

El vino canario tuvo su mayor proyección internacional en los siglos XVI y XVII, especialmente en Inglaterra.

Cada palmo del archipiélago contiene su propia lógica, una variedad distinta, un suelo y un clima que luchan con el vecino para diferenciarse. No hay un perfil sino un mosaico casi infinito de sensaciones.

Un archipiélago vinícola

La superficie de Canarias equivale aproximadamente a una décima parte de Portugal. En ese mínimo apéndice de tierra se amontonan hasta once denominaciones de origen distintas, repartidas entre siete islas con características propias. En ellas se cultivan más de 130 variedades de uva registradas, muchas de ellas endémicas y prefiloxéricas, desde la Vijariego hasta la Malvasía Volcánica, pasando por la Baboso.

Algunas, como la Listán Prieto -el tronco común de muchas uvas criollas americanas-, forman parte de una historia más amplia: la de Canarias como laboratorio botánico y territorio puente entre Europa y el Nuevo Mundo.

Todas ellas crecen bajo multitud de microclimas: la bruma atlántica de Tenerife, el calor seco de Lanzarote, los vientos cruzados de La Gomera. Y lo hacen, además, en suelos tan variados como los que ofrece media Europa: ceniza, picón, toba, basalto, arcilla, arena, caliza fósil…

En esas condiciones, la tradición vinícola responde más a un ejercicio de resistencia que a una elección cultural. No hay mecanización posible en la mayoría de parcelas. Las cepas se cultivan a mano, en hoyos excavados uno a uno, en terrazas escarpadas. Dicho de otra forma, la viticultura aquí no puede medirse en rendimientos. Lo hace en términos de paciencia, persistencia frente al medio y compromiso con un legado.

En Lanzarote, por ejemplo, las vides se plantan en cráteres individuales protegidos del viento por muros de piedra seca. En Tenerife, algunas cepas se disponen en cordón múltiple rastrero, a más de 1.000 metros de altitud. En La Palma, El Hierro o Gran Canaria, el viñedo se disemina en bancales diminutos, imposibles de trabajar con tractor.

Las islas ofrecen vinos de enorme singularidad pero en plantaciones muy reducidas y con bajos niveles de producción.

El tamaño medio de un viñedo canario apenas llega a las dos hectáreas y muchas bodegas no producen más de 5.000 botellas al año. Algunas, ni siquiera alcanzan el millar. En la Península, estas cifras serían sinónimo de ruina. Y, en cualquier caso, son las que dan forma y sentido a este archipiélago vinícola, nunca mejor dicho.

Un ejercicio de resistencia y tres ejemplos propios

Durante los siglos XVI y XVII, los vinos canarios gozaron de una gran reputación internacional, antes de que el mercado británico los fuera sustituyendo progresivamente por sus competidores portugueses.

Actualmente, la vid apenas cubre unas 8.000 hectáreas de las islas aunque cumple un papel esencial: mantiene formas de vida y prácticas agrícolas compatibles con el territorio, sirve de cortafuegos frente al abandono rural y da empleo directo a unas 2.000 personas.

Y, sobre todo, ofrece todo eso que el turismo desaforado -el 80 % de la actividad económica de Canarias- jamás podrá garantizar.

Hay tres bodegas que ejemplifican ese tesoro. Las tres comparten un mismo propósito y una idéntica vocación: enfoque artesanal y escala mínima; recuperación de variedades minoritarias; y un sello claramente de autor. Son Endemic Wines, Bodega Erupción y Vinos Atlante.

Madrid cata la singularidad de los vinos canarios.

Endemic Wines no pertenece a una sola isla ni responde a una sola zona. Juanjo Barreno, formado entre Canarias y la península, recoge uvas en distintas parcelas y trabaja con un abanico de variedades poco habituales incluso en el contexto insular: Baboso Negro, Malvasía Púrpura, Albillo Forastero, Prieto Espumoso…

Endemic Wines elabora vinos de autor en tiradas exclusivas de menos de 800 botellas al año.

Su proyecto huye de la homogeneidad y del relato fácil. Cada uno de sus vinos funciona como un fragmento de una geografía mayor donde el ensamblaje es casi topográfico. Es decir: contraviene todas las reglas de eficiencia comercial.

A cambio, nos regala vinos con aromas muy sutiles de fruta fresca y hierbas silvestres, de cuerpo ligero aunque persistente, de una frescura que parece no tener fin.

Cyanistes Canariensis, un monovarietal de Verijadiego, cultivada en una parcela de los Corchos en Frontera, a 450 metros de altitud en el Hierro.

Bodega Erupción nace en Tao, un pequeño enclave en el centro de Lanzarote, donde las viñas se plantan en conos de ceniza negra protegidos del viento por muros de piedra. Su impulsora, Amor López, estudió fuera y trabajó en Madrid antes de regresar a la isla para recuperar el viñedo familiar junto a su padre.

Bodegas Erupción elabora vinos tintos de gran complejidad y elegancia.

En un contexto dominado por cooperativas y elaboraciones tradicionales, Erupción propone otra lectura: vinos de guarda, con estructura, vinificados con precisión técnica. La Malvasía Volcánica, tratada aquí con sobriedad, sin excesos aromáticos, da su cara más elegante y duradera.

Milagro de Magmasía está elaborado con uvas minuciosamente seleccionadas de Malvasía Volcánica.

Vinos Atlante, en el norte de Tenerife, trabaja con cepas viejas del Valle de La Orotava, una de las zonas más constantes y complejas del archipiélago. Su responsable, Jesús González, lleva años explorando las posibilidades de variedades como Listán Blanco o Vijariego Negro.

Vinos Atlante lleva a un nuevo nivel enológico la producción del Valle de la Orotava.

Su estilo, medido, sin afán de sobresalir, permite que sea el suelo (el picón, la altitud y la brisa atlántica) el que termine de redondear y caracterizar sus vinos con una identidad serena, coherente y profundamente ligada al lugar.

Atlante, un vino tinto elaborado con uva de variedad Listán Negro y Vijariego Negro.

Los retos de hoy: escalar o defender “lo minúsculo”

Históricamente, el viñedo canario se ha asociado a los blancos por tradición, por clima y por percepción exterior. La Malvasía, la Listán Blanco o la Marmajuelo han sido durante décadas las grandes embajadoras del archipiélago.

Lo que no siempre se dice es que, actualmente, cerca del 40 % del volumen vinificado en las islas corresponde ya a tintos. Y muchos de ellos empiezan a recibir premios y atención fuera del archipiélago.

El estereotipo persiste y, en cierta forma, tiene su razón de ser: el vino canario sigue siendo difícil de encontrar fuera del mercado local, salvo algunos refugios enológicos de Madrid o Barcelona -enotecas muy personales o restaurantes con curiosidad-.

El transporte desde las islas encarece los costes. La diversidad varietal, tan rica desde lo enológico, complica la comunicación comercial. Y la ausencia de una narrativa compartida deja a menudo a los proyectos sin una percha "marketiniana" compartida para acceder a otros mercados.

El día que la producción canaria supere esas trabas, quizá podamos hablar de un perfil único y reconocible. De un producto homogéneo, estructurado y accesible. De un negocio rentable más allá del mérito de mantener viva una tradición.

Pero también, seguramente, habremos perdido lo mejor de las islas: la belleza de lo diverso y de lo minúsculo… salvo que estemos dispuestos a pagar, de verdad y por su valor real, todo eso auténtico que hace único a cada vino canario.

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